Amada u odiada, la cinta del director de Amarcord se convirtió en un símbolo del universo onírico y una ejemplificación del deseo por vivir. Ayer cumplió 50 años de vida, desde su estreno.

“No hay un fin. No hay un comienzo. Sólo hay la infinita pasión de la vida”, dijo en una entrevista Federico Fellini. Quizás eso define de la mejor forma lo que son las paradojas de “La dolce vita”. No hay fin. No hay comienzo. Sólo hay pasión. Una pasión que vio la luz el 5 de febrero de 1960, cuando las salas de cine italiano exhibieron el filme. Los excesos, la decadencia y la oscuridad de algunos de los personajes de la cinta, además de bellas tomas que pulsaban un nuevo realismo hicieron que el sueño felliniano se convirtiera en inspiración para numerosos cineastas hasta el día de hoy, mostrando la necesidad de pasión en la vida.

Porque eso es, a fin de cuentas, con lo que se queda el espectador: con la pasión. El diálogo y los personajes dieron paso a un cine atrevido, desafiante y absorbente, que ponía en jaque la moral y valores. La historia ambientada en los ’50 muestra la vida de Marcello (Marcello Mastrioianni), un periodista que cubre las noticias de chismes de estrellas del cine y de la aristocracia. La cinta tiene un final abierto, un desarrollo episódico y momentos memorables. Más que una historia continua, Fellini estructuró el filme de manera que pueden ser fácilmente siete días continuos, siete días aislados o siete momentos de pasión, sin comienzo ni un fin concreto.

De algún modo, Roma es esa ciudad imaginada por Fellini. Urbe de encuentros y desencuentros, de noches de pasión y de lugares de ensueño. Fellini mostró la magia de la vida en las calles de Roma, reuniones de los "paparazzi" en la Via Veneto, el famoso Café de París, la discoteca Jackie O', la Taverna Flavia, espacios subversivos, de morales trastocadas y orgías inconclusas.

La cinta tiene la famosa escena donde Sylvia (Anita Ekberg), en un momento de soledad, entra y se baña en la Fontana di Trevi. Una escena que dura un minuto y 38 segundos, y que fusiona el deseo, la frustración y erotismo. A fin de cuentas, es una tentación, el deseo de muchos de vivir una locura, un sueño, una pasión, o siete pasiones distintas.

Ese era el problema para el Centro Católico Cinematográfico, que catalogó la cinta de “escluso per tutti” (“excluida para todos”). El deseo subyacente y el abandono hedonista convierten al filme en un icono cinematográfico que perdura en el tiempo. Hace 50 años se la llegó a calificar de “inmoral” y algunos miembros del público en el estreno incluso le escupieron a Federico Fellini. Hoy, sin embargo, es un considerada clásico y su influencia se siente desde Woody Allen a Emir Kusturica, pasando por Pedro Almodóvar, David Lynch y Tim Burton.