Patricio Jara reconoce que este año sale hasta en la sopa: publicó Prat, luego Las Zapatillas de Drácula y viene otra novela en octubre, Quemar un pueblo. Con café en mano y un sándwich del Big Pan, conversamos sobre vampiros, la culpa de comer y su tentación secreta de zamparse un sándwich en el estadio.

ENTREVISTA ESCRITA PARA KILOMETRO CERO. FOTOS POR ALEJANDRO BRUNA.

El Big Pan de Suecia es bastante tétrico de noche: cuando llegamos con Patricio Jara (35) a comernos un sándwich, el ambiente era oscuro, frío y en la tele se veía ¿Donde está Elisa?. Lo primero que pedimos fue un café y un cenicero antes de conversar sobre su último libro, Las zapatillas de Drácula. “Es una historia de vampiros sin vampiros”, me explicó. Básicamente, es sobre los fans de la onda vampiresca, de los que ven True Blood, idolatran a Anne Rice y tienen aCrepúsculo como libro de cabecera.


Basándose en una noticia sobre la resurrección de la “novia de Drácula”, Jara escribió la primera versión de la historia a los 19 años. Y aunque incluso llegó a publicar en algunas revistillas versiones preliminares, con el pasar de los años, cuando no estaba escribiendo otra de sus novelas, siempre volvía a corregir los textos, como para “mantener la mano caliente entre libros, como un punching ball”, que finalmente fueron publicados bajo el nombre de Las zapatillas de Drácula.



Mientras Patricio habla de masticar literatura, llega por fin el verdadero mastique: nuestros sándwich de churrasco, tomate, palta y queso. “Esto significa salir a correr o andar en bicicleta mañana”, bromea el escritor, que en lo que se refiere a deportes es fanático de la Universidad de Chile.

̶ ¿Eres culposo con la comida?
̶ Sí, y también regodeón. De los pescados, sólo como reineta. No como mariscos, siento que están vivos.
̶ ¿Aunque estén cocidos?
̶ Siento que se me van vivos pa’ adentro. Soy súper quisquilloso. Y no como tripas, ni chunchules ni nada de eso.

Le creo, ya que las trancas que tiene con la comida se pueden notar incluso en sus libros. En Las zapatillas… hay una parte en que cuenta sobre las acelgas en tarro que sirven en un jardín infantil. “Eso es verdad. Yo iba a un jardín de la Junji y la acelga llegaba en tarros y era asquerosa”, explica.

Si su rollo con las verduras lo ha superado en parte, ha sido gracias a las bondades culinarias de su nana, la señora Corina. “Puedo pasar una semana comiendo su charquicán”, cuenta. Ahí hace una pausa para pedir que cambien la tele al Canal 13, porque en “Contacto” van a dar un especial sobre fantasmas en fotografías. Reconoce que le gusta asustarse, aunque no es fan de las películas de zombies. También cuenta que cuando chico veía Sombras Tenebrosas, con Barnabás Collins, y luego dormía tapado hasta el pelo. “Aunque si te tomaí’ en serio a Drácula, estay rallado tú”, aclara, volviendo al tema de su último libro.


Le pregunto sobre las cosas que lo tientan, y responde que no se resiste al queso y el pan amasado. Por suerte, vive cerca de dos panaderías, la Monti y Los Almendros, y al menos una vez a la semana es una parada obligatoria. Su tentación culinaria es comerse un sándwich en el estadio, pero aclara que nunca lo ha hecho. “No he comido sándwich de potito ni de jamón-palta, de esos que venden dos por $500. Y puedo estar cagado de hambre, pero no. Algún día, quizás”, dice riendo. Mientras me cuenta su tentación, trato de rememorar la tenebrosa fragancia de un sándwich de potito. Eso sí que da miedo.